

En el anterior artículo ya plantee un poco por encima el dilema filosófico que lleva sufriendo occidente desde la Alta Edad Media, e incluso remontándonos a los primeros focos cristianos en Judea, Samaría y Galilea. También hice hincapié en el desconocimiento verdadero de las enseñanzas de Cristo, pensamiento, en mi opinión muy transgiversado y manipulado por los dañinos fanatismos que ha sufrido toda cultura a través de los siglos, tanto cristiana, como musulmana, como judía, sólo por citar las tres expresiones religiosas más influyentes tanto en el pasado como en el presente, y que seguramente lo sean en el futuro.
Pero la meta de la felicidad, o la culminación personal con nosotros mismos, sobrepasa aquellas barreras religiosas que nos impiden muchas veces autorrealizarnos por miedo a romper con los dogmas o principios fundamentales -a veces también fundamentalistas- de la religión con la cual nos recreamos, ya sea por tradición -generalmente- o por iniciativa propia.
Yo, personalmente, me considero cristiano. Personalmente también, me considero cristiano a mi manera, esto es, interpreto la figura de Jesucristo de una manera personal y no como le gustaría que lo asimilase el Arzobispo primado. Es una de las ventajas de la libertad de expresión, puntero de toda sociedad democrática que se precie. Personalmente, creo que la enseñanza original de Cristo, la que en verdad predicaba el carpintero a lo largo y ancho de aquella árida provincia romana, antes de que lo crucificasen en Jerusalén, poco tiene que ver con la actual forma de predicar de nuestros sacerdotes, o al menos de una gran cantidad de ellos, nunca es bueno generalizar. La Iglesia siempreme ha parecido la mayor ironía de la Historia. Y una sociedad como la Iglesia, ni mucho menos, se puede permitir colgar el cartel de figura irónica a través de los siglos. También va a ser dificil quitárselo, pues el daño ocasionado no lo olvidará ese juez impasible que es la Historia, y cuyo testimonio dura por siempre.
Por esto mismo la felicidad no se debe obtener de algo que en verdad no te asegura la felicidad. La felicidad, para mí, radica desde una partida de ajedrez con mi primo César en el pueblo, con la chimenea encendida y sus llamas trepando por los troncos de encina a disfrutar la noche del sábado de una copa de whisky y comentar charlando amistosamente con mis amigos cualquier cosa. La felicidad para mí es haber aprobado el exámen teórico de conducir o que mi hermana haya ganado un concurso de baile. Es ver a mi perro Ronnie corriendo por el jardín de casa y que venga a mi vera en busca de la ansiada primera carantoña del viernes. Es ver a mi abuelo disfrutar de una buena película western con su Ducados rubio, o negro -según sea el protagonista, Clint Eastwood o John Wayne- colgando del labio con la ceniza a medio caer. Es ver a mi abuela haciendo la sopa el sábado por la mañana temprano. A mi padre de vacaciones y a mi madre pintando.
Son tantas cosas que parece que la felicidad es fácilmente adquirible. Pero no es así. No siempre se puede jugar al ajedrez o tomar una copa, no siempre es buen momento para charlar y el teórico de conducir lo aprobé a la segunda. Mi hermana no siempre gana sus concursos de baile. Mi abuelo enferma de vez en cuando y no puede ver su western en la Castilla la Mancha Televisión. Nunca sabrá si James Stewart se casó con la guapa de turno o cayó bajo el plomo de los forajidos y fueras de la ley. Mi abuela, muchos sábados por la mañana tiene los pies hinchados y no puede hacer esa olorosa sopa amarilla, buenísima. Mi padre trabaja como un burro la mayro parte del año y mi madre no solo vive para pintar.
El único que no me falla es mi querido Ronnie, siempre puntual para las caricias, en la vida me ha hecho un mal gesto.
Que noble es este Ronnie. Y que fiel.
Y que feliz.