I. CAMPO.
Siempre me agradó pasear, sobre todo cuando me encuentro en mi pueblo, bajo el sol rústico -que es más amarillo y grande que el urbano- solapado al ancho cielo azul que desborda allá en el horizonte. Camino en soledad y lento, que es como se aprecian las cosas; a un lado casas bajas y blancas, al otro un lienzo de paisajes castellanos ribeteados por pequeñas motas de color verde oscuro y claro: las encinas. Las hay también más claras y delgadas. Son las retamas, que en Invierno se retuercen bajo el aullido del viento que baja de allá, de la Sierra, con los picos blancos y relucientes en la mañana. En verano se retuercen al son de tétricas Danzas de Muerte, bajo el ravel de las chicharras pardas. Los caminos son ásperos y duros, pues las ovejas los han prensado de tal manera que es raro que se levante polvo bajo los aullidos del ciezo. Las gavillas de los campos sembrados revolotean y se enredan en el pelo de astutos caminantes embozados, descansando bajo las sombras de las encinas lindantes al camino, dubitativos frente a oscuras encrucijadas. Asoman de vez en cuando dos o tres conejos, que atraviesan el camino con tres o cuatro saltos gráciles. Éste es mi paisaje, y seguro seguirá siendo mi hábitat durante muchos años (¡Dios lo quiera!). Sigues caminando, y al rato, oyes el viejo rumor de agua. Se descubre ante ti un río de aguas puras, utilísima, preciosa, casta y humilde, que decía el santo de Asís. Así sea.
II. RÍO.
Es curioso, pero los ríos parlan. Nítidamente, pero con más conciencia que muchas personas. Corren sus aguas por diversas corrientes, y si te zambulles, puedes notar los latidos de su corazón. Ríos son amores, vidas y desgracias. Sus fronteras se marcan mediante juncales abstractos y poblados, con culebras de mar que marcan su camino mediante un suave hilillo de plata sobre el lecho del río. En la noche, fría, serena o cálida, hasta aquí acuden a saciar su sed del día ciervos, jabalíes y hombres de las montañas, eremitas que huyen, como aquel Cardenio de El Quijote, de los desengaños amorosos que les deparó la vida. Tristes e infelices mortales, que no apreciáis vuestros sentimientos ni en un ardite, no os deparará la vida más que infelicidad comedida hasta que no aprendáis a valorar las pequeñas cosas de las que es guardián el propio hombre.
Una noche, estando yo a la vera del río oscuro y limpio, pensando en mil asuntos de estas cosas terrenas que engañan los sentidos del hombre, los nublan, y los languidecen, hoy por vez primera el susurro del río. Surgió de los cañaverales y fue rebotado hasta un viejo sauce llorón arraigado en lo más profundo a la tierra blanda y húmeda cercana al río. Quizá fueron los batanes que a Sancho, el bueno, nublaron el sueño por el temor al ruido que éstos hacían.
III. PASTOR.
Es necesario citar dos figuras sin las que el campo nuestro estaría incompleto. La primera de ellas será la figura del pastor, oficio antiquísimo, que ya desempeñaron importantes personajes bíblicos y que aún en nuestros días se sigue desempeñando de la misma manera y oficio.
Los pastores suelen ser esquivos, distantes y de pocas palabras, improntas y marcas adquiridas a lo largo de los días, que transcurren idénticos unos de otros, en la soledad del ancho campo, tumbados o sentados bajo las frescas sombras, o embozados en los días de lluvia fina o tardes de tormenta. Su banda sonora son las propias campanillas de sus rebaños, que como ejércitos, ocupan posiciones y acampan entre las encinas, las retamas y los olivares, segando hasta la raíz las muy diversas hierbas que en su camino se van anteponiendo. Diversas leyendas señalan que, en contadas ocasiones, se ha dado el caso de que el pastor arraigue junto a la encina en donde reposa en los atardeceres de estío, acompañando esta transfiguración los lentos, pausados y rítmicos ladridos de su fiel compañero: el perro.